Este texto va dedicado a O, al que he conocido hoy mismo y que me ha enseñado que las obviedades en ocasiones son de todo, menos obvias.


Llegó ese momento en que pronuncié: "los niños se han quedado con sus madres". Y entonces el universo se partió en mil pedazos.

Sólo en uno, el más recóndito, yo había tenido dos relaciones formales donde había sido padre, que se habían acabado y yo había dejado a mis hijos en dos casas diferentes. Él no vio ese universo.

Cuando O escuchó las palabras, su cerebro empezó a volar en la espuma de probabilidades y se detuvo en una.

El primer universo que visitó fue uno en que mi mujer, con la que había tenido hijos, me había abandonado por otra mujer. Yo había dejado a mis hijos con ambas aquella noche, y a ellas las llamaba madres.

Debió de ver mi cara de sorpresa y dejó ir ese universo para irse a otro. Aterrizó en uno en el que yo estaba en una relación abierta, a tres, junto a dos mujeres, que se habían quedado en casa con los niños mientras yo iba a bailar. He de reconocer que ese universo era tremendo, pero mi perspectiva sobre él, conociendo a las madres de mis hijos, lo hacía desalentador.

Le tuve que explicar el universo correcto, tirando de él por el espacio tiempo.

"Así que has ido dejando la semilla por el camino", sentenció, mientras con la mano hacia abajo, con las puntas de los dedos cerradas, trazaba un camino de derecha a izquierda, dando golpecitos con la punta, como si sembrara la tierra.

Pero el universo ya se había roto y O seguía navegando por él.

Caminábamos juntos y al rato llegamos a otro en el cual alguien se había cambiado de sexo. No fue capaz de hilar la historia de aquel universo, que parecía el más roto de todos, pero aún probable.

Poco más tarde era yo quien, en un primer momento, fui mujer y engendré a mis hijos, para luego criarlos con dos mujeres y cambiarme de sexo. Bordeaba ya el límite de la razón. Tocar ese límite de la espuma hizo colapsar de nuevo el universo al punto inicial.

- ¿Dónde están los niños?
- Los niños están bien