Había oído esa palabra infinidad de veces. La había visto tatuada en brazos de amigas. No había sido capaz de entenderlo nunca.

Cuando la oía, podía imaginar poco más que el agua de un río, bajando corriente abajo, hacia el mar.

Había participado en discusiones acaloradas sobre si lo correcto era la planificación, la dedicación y el sacrificio, o fluir. Y nunca había sido capaz de llegar a una conclusión, porque no había sido capaz de entenderlo nunca.

Normalmente se dedicaba a vivir, teniendo algún problema para sentir, por pensar demasiado, planificar demasiado, dar demasiadas vueltas a qué pasará. Se dejaba llevar poco y siempre tenía la sensación de que, las pocas veces que lo hacía, todo salía mal.

Ya eran unos cuantos días oscuros los que habían pasado, así que cuando vio salir un pequeño rayo de sol, se aferró a él. No con fuerza, no para no dejarlo escapar. Un rayo de sol, de hecho, no se puede agarrar. Simplemente dejó que su corazón se anclara a su mente y le guiara los pasos.

El rayo de sol se filtró un rato, de una manera diferente a otros y, cuando cayó la noche, se fue dulce, dejando una agradable sensación caliente en la piel. Había valido la pena.

Quería más de ese sol y dudó de qué era lo correcto, que pasaría. Pero decidió de nuevo dejar al corazón guiar y buscó, abrió ventanas y puertas, y le ofreció al rayo de sol entrar de nuevo. Y se hizo el día durante la noche.

El calor en la piel era más. Pero no quemaba, no era abrasante, desgastante, desgarrador. Era tierno, agradable, cómplice, interesante. No esperaba eso de exponerse al sol de esa manera. No lo había pensado, planeado.

Algo en su interior le dijo que siguiera ese camino. ¿Camino? ¿Lo había? ¿Era correcto? ¿Se podía decidir que hacer? ¿Qué pasaría?

No, era cuestión, esta vez, de dedicarse a fluir.