Aquella casa era grande, realmente grande. E inusualmente estrecha. Varias plantas no demasiado amplias que le iban a recibir a partir de ahora. Seguro que habría una escalera bonita. Blanca, de cuento, invitaba a pasar a cualquiera que se acercara hasta su puerta.
No tenía recuerdos de cómo había llegado hasta allí, era como si su vida entera, si esa historia, al menos esa parte de la historia, empezará entonces y en ese lugar. Nada antes era relevante o quizá ni tan siquiera había habido un antes.
Entró, por supuesto que entró. Dentro era tal como esperaba y también tal como sentía. Una extraña mezcla de sensaciones al primer paso, amplificadas al cerrar la puerta. Era preciosa, igual de blanca por dentro como por fuera. Un bonito recibidor, el vano de la puerta hacia el salón, la cocina al fondo, una escalera de madera, también blanca, invitando a subir al resto de la casa. Sin embargo, estaba vacía, en cuerpo y alma. Un vacío palpable, un vacío que casi generaba ansiedad.
Le generaba ansiedad. Y vértigo, también vértigo. Sensación que se acentuaba cuando miraba la escalera. A sus ojos se retorcía, se alargaba, se acentuaba, perdía su forma y su luz, llevando hacia la ausente oscuridad superior.
Y es que arriba la casa era igual de magnífica, con una amplia habitación con una bonita cama, vestida igualmente de blanco y en la misma ausencia de muebles. Y con una puerta cerrada. Blanca.
Estaba en la habitación. Ni pasos por la escalera, ni rellano pisado, ni rastro de más habitación. Mirando la cama, mirando el entorno, mirando la puerta cerrada. Ese desasosiego era cada vez más grande. Y entonces reparó en que, allí, también había un espejo.
Tras la puerta la habitación era exacta a la anterior, pero todo estaba al revés, como visto a través del espejo. La misma belleza, la misma luz. Blanca. Vacía. Con la puerta abierta.
Atravesó la puerta. No quería. Cada paso aumentaba su desasosiego. La casa estaría vacía, en cuerpo y alma, pero había algo que la habitaba. Estaba seguro. Y aquello no debía de estar ahí. La habitación. Su parte más racional esperaba un vestidor, un armario. Una estancia más pequeña anexa al dormitorio, quizá un lavabo. De repente lo sintió, estaba ahí. No vio nada pero su presencia era del todo clara. Amenazante, observadora. Se lanzó hacia él. Reculó, corrió, le envolvió el pánico. Salió de la habitación reflejada y paso a la habitación reflejada. La puesta estaba ahí, el espejo también.
Y entonces, la oscuridad.
Estaba en una habitación mucho más familiar. Creía, al menos, no veía nada.
Se levantó, se duchó, se vistió.
Abrió la puerta de salida y volvió a sentirlo. Intenso y repentino. Pánico profundo y visceral. Allí.
Al lado de la puerta había un espejo.
Y se vió reflejado en él.
Foto de portada de Álex López
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