Crec, crec.
Una a una, las cáscaras caían en un pequeño cenicero de barro que algún niño hizo a algún padre en alguna clase de plástica en EGB.
Crec, crec.
Habían convertido en costumbre compartirlos en el sofá mientras escuchaban la radio, sin nada más especial que hacer, sin buscar nada más especial que hacer.
Crec, crec.
Era una especie de clave, de símbolo, de pacto. Una manera de decirse algo sin decir nada. Habían miradas, sonrisas, pero no palabras.
Crec, crec.
De vez en cuanto, el repiqueteo se veía interrumpido por algún comentario sobre música, sobre cine o sobre alguna banalidad sin importancia, quizá explicarse alguna cosa del pasado.
Crec, crec.
Con el tiempo, comer pistachos se convirtió entonces también en banal, ya no fue más necesario. Se abrazaron, se besaron, y otras cáscaras, en pareja, cayeron en el cenicero de barro.
Crec, crec.
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