Tú me dejaste mucho antes que yo a ti.

Escuché muchas veces todo lo que necesitabas. De mí, de otros. Lo que querías y no te daba. A ratos sonaba a exigencia. A ratos era más una queja, un reproche. Como si se te debiera algo profundo, imposible de pagar.

Viví tus historias pasadas una y otra vez. Aquellas que te quemaban por dentro, que habían definido tu yo antes de mí, y que ahora se convertían en vehículo del ahora.

Te conocí. De verdad. Te dediqué tiempo y espacio, otra cosa no podía darte, mientras miraba de reojo cómo los tuyos se consumían en frivolidad y superficialidad. Era más fácil, me decías. También te escuchaba entonces.

Y te quería. Sabía que tras los reproches, las historias y la superficialidad, había un corazón que merecía ser cuidado. Que tu ser estaba solo y perdido. Que, al menos de vez en cuando, lo intentabas, aunque no lo consiguieras. "Me gusta como te veo", te decía cuando brillabas. Te abrí puertas y ventanas para ventilar la soledad, tantas como pude. Siempre iba a ti.

Me acerqué a decirte que no encontraba mi espacio en nosotros. Quizá ese fue el principio del fin. Sentí que me escuchabas, pero nunca vi acción. Volví a sentir tus exigencias, volví a escuchar tus historias, volví a ver de reojo la frivolidad. Y volví a intentarlo. Todo volvió.

Lo dejé enfriar, a sabiendas de que, en realidad, solo alentaría los reproches. Pero ya no estuve ahí para escucharlos. Decidí que esperaría a ver si de verdad escuchaste y vendrías tú a mí, a ofrecerme mi espacio. Dispuesto aún a escuchar las mismas historias, deseoso de alguna nueva. Nunca la hubo.

El amor se convirtió en rabia. La rabia en pena. La pena en desidia. La desidia en olvido. El olvido en recuerdos. Y aún me encuentro a mí mismo mirando de reojo la frivolidad en ocasiones. Del recuerdo al olvido, a la desidia, a la pena y a la rabia, pero ya no al amor.

Porque tú me dejaste a mí mucho antes que yo a ti.