Salía del portal con la bolsa en la mano, pensando en mil cosas, pero sobre todo en el tiempo. En mil cosas sobre el tiempo que se entrecruzaban. ¿Había llegado a tiempo?, ¿había usado bien el tiempo?, ¿había acompañado el suficiente tiempo?, ¿en qué usaría el siguiente?, ¿y el de mañana?

La bolsa que llevaba en la mano se bamboleaba mientras las preguntas iban y venían sin respuesta porque, de hecho, no tenían ninguna. Caminaba por la misma calle por la que había caminado antes. "¡Mickey Mouse!", había exclamado un niño. "Mickey Mouse", le contestaba un parroquiano del bar sonriéndole. Hacían sólo un par de horas y parecía una eternidad.

Llegaba al siguiente cruce cuando un niño en bicicleta clavó su mirada en él. Estaba algo gordito y llevaba una bicicleta algo pequeña.

"Señor", le pareció escuchar. "Señor", repitió el niño, "¿tiene hora?". "¡Sí, las ocho y vente!"

Apretó el ritmo de pedaleo. No le apetecía nada, pero estaba llegando tarde. Deshacía camino a la velocidad del rayo, esquivando charcos, perros que paseaban amos, brigadas de barrenderos que movían la escoba rítmicamente como si todo lo que sucedía a su alrededor fuera una simple ensoñación.

A esa hora el verano ya no apretaba tanto, pero la pequeña brisa que corría en esa acera de sombra invitaba a disfrutar de la bicicleta. Todo el mundo parecía celebrar a su manera que el sol había decidido volver a casa a descansar y que su castigo se estaba apaciguando.

Golpe de manillar tras la entrada del aparcamiento para esquivar al camarero que salía de ese extraño bar con nombre de combustible y mezcolanza de razas de origen gitano y cubano.

El camarero, cubano, sonreía. Siempre lo hacía y sus dientes brillaban quizá un poco más que los del resto en contraste con su oscura piel.

Su camino era sencillo. Una y otra vez entraba y salía del bar, sin puertas, sin cristales, completamente abierto, dejando una vez a la espalda la enorme televisión que acaba de comprar y otra vez al grupo de señores mayores que jugaban al dominó o miraban la partida.

Dentro, fuera. Cerveza, cacahuetes. Copa de vino. Había desarrollado una habilidad inconsciente para ir abriéndose camino a través de las personas que atravesaban la calle mientras el se encargaba de sus asuntos.

Él llamó su atención. Iba serio, algo tenso, como mascullando algo mientras tenía unos auriculares sobre las orejas. El camarero cubano se encontró parado, mirando cómo subía la calle.

No mascullaba. Cantaba, la música y la letra le llegaban al corazón. La canción acababa y se quedaba con los auriculares en silencio, hasta que entre dientes exclamaba "joder" y tenía que volver a escucharla.

El paso iba casi más marcado por el compás de la música que por ninguna otra razón. No tenía prisa, nadie le esperaba. Y, de hecho, en ese momento era mucho más importante el camino que no el fin.

Empezó a llorar, no de dolor, no de desesperación. Era un lloro intenso, de emoción, de los que aprietan. No quería ponerle nombre a la emoción. Le bastaba con vivirla, sentirla bajo su piel.

La canción volvió a terminar. Se quedó pensando y su emoción cambió. Y decidió que ante otro más de lo mismo, creería en lo distinto.

Pasaba por un portal. Un hombre con una bolsa en la mano rebuscaba unas llaves en el bolsillo para entrar en él. Lo miró, sonrió y siguió su camino.