Disclaimer: este post puede sonar un poco a padre orgulloso. Y puede que haya algo de ello, pero espero que tú, lector, puedes escarbar más allá de la superficie.

Parece que el hockey da para mucho en cuanto a ejemplificar la agilidad y el cambio. Así que hoy me he puesto a ver jugar el partido del equipo de mi hijo mayor con otros ojos.

Dejadme que diga que el equipo está “empezando” y no se pueden esperar grandes virguerías de ellos, pero ganas, lo que son ganas, le echan un montón. Y como están empezando, la habilidad es desigual y mi chaval está en la parte alta.

Ha estado en el cinco inicial y la primera parte ha acabado 1-0 con asistencia suya al gol, después de un juego muy consistente por parte de todos.

Así que, como iban ganando y el partido era uno de torneo amistoso sin ninguna transcendencia, en la segunda parte el entrenador ha querido dar minutos a aquellos que están aún llegando al nivel y en competición tienen menos oportunidades. Lo han dado todo y ha sido genial, pero el marcador se ha vuelto 1-2.

Entonces el entrenador ha hecho entrar a mi chaval, y ha entrado cual elefante por cacharrería. Era él y el resto del equipo. Se ha dejado el hígado patinando, estaba a todas las pelotas y le he llegado a ver quitándosela a compañeros suyos.

Se ha olvidado de que la individualidad no sirve en un deporte de equipo.

Y lo ha recordado cuando no le quedaba aire para seguir patinando a ese nivel y daba vueltas por el centro del campo.

Un par de cambios más y el quinteto se ha parecido más al grupo con el que suele patinar. Y a un minuto del final, ha marcado el gol del empate.

El equipo es clave. Y cuando damos la vara de que deben estar juntos y ser estables es porque eso tiene un resultado.

Han perdido en los penaltis. Mi chaval ha fallado el suyo.