Hace un rato tenía una interesantísima conversación sobre qué nos define como seres humanos, qué nos diferencia de otros animales, que forma parte de nuestra esencia y el concepto de sociedad como definidora de nuestros valores morales relativos.
La conversación nacía del concepto de respeto en las relaciones afectivo-sexuales, la educación sexual en el siglo XXI y los nuevos retos que ha traído la tecnología con el acceso a estímulos nuevos en forma de pornografía con una facilidad pasmosa.
Sin embargo, mientras se diluía la conversación, había algo que se me quedaba en la cabeza, como un eco que rebotaba en otra de mis obsesiones: los organizaciones, los equipos y las personas que forman parte de ello.
He escrito en otras ocasiones sobre valores que me parecen fundamentales para que una cultura del valor funcione. He hablado de escuchar, de enemigos, de resiliencia, de superhéroes, de sobresalir, de propósito, de comparaciones, de dolor, de talento y de serendipia. Pero hasta ahora me había olvidado de nombrar quizá el valor más importante que lo abraza un poco a todo.
Respeto. En todas sus dimensiones. Entre personas, al trabajo, al compromiso, por los objetivos, por el cliente. Por uno mismo y hacia uno mismo. Las actitudes que van en contra de ello generan un daño que antes o después abocará al fracaso.
Voy a darle la razón a mi interlocutor de la conversación que inició el eco. No se puede aprender, se trae. Tiene una componente de fuerza de voluntad importante a veces, y puede generar luchas titánicas de ego en ocasiones. Pero ha de estar ahí. Y, cuidado, no se ha de confundir respeto con concesión o desidia.
Al fin y al cabo, como dice Tom DeMarco, creador de Peopleware, todos esos espacios blancos de relación que no son los marcados por la organización, han de ser espacios seguros. Y los espacios seguros sólo se pueden construir desde el respeto.
Foto de portada de Arthur Yeti
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