El local de Mickey estaba a rebosar. Era la única pizzería napolitana decente y auténtica de México D.C., por mucho que pusiera Molotov de fondo, en parte por su cliente y en parte porque a él también le recordaba a sus diecisiete, cuando pasaba los veranos en Barcelona.
El local de Mickey siempre estaba lleno. En la barra había una pareja que había llegado nada más abrir, cuando él estaba solo, acabando de preparar todo y aún escribiendo en las pizarras, sudado de carretear barriles de cerveza arriba y abajo. Era difícil decir que edad tenían, quizá rondaran los cuarenta, pero la forma en que se miraban y en la que se besaban era más digno de los quince. Pura ilusión.
El local de Mickey era punto de reunión. Un grupo de parroquianos ocupaban la mesa redonda del fondo de la sala. No había duda de la complicidad que les unía. Iba más allá del hecho de que claramente eran hermanos en el delito. Era una complicidad profunda, como la de la pareja de la barra, aquellos que podían perder veinticinco años sólo bebiendo cerveza.
El local de Mickey era saboteado cada día. Estaba algo sucio, viejo. Mickey estaba solo y moría del éxito de su local a diario. Siempre pensando más allá, en lo que vendría, en lo que necesitaba, sin ser capaz de ver lo que tenía que hacer en ese momento. Siempre preocupado de si la pizza era suficientemente buena, si estaría gustando a sus comensales. ¿Le había quedado la masa chiclosa? ¿La berenjena estaría bien asada? ¿Seguro que era buena idea mezclar un par de huevos cascados sobre un montón de queso con espárragos?
Entonces Mickey paró y observó cada rincón de su local. La mesa redonda con los amables delincuentes, en parte sus amigos del alma. La pareja de la barra que llevaban una hora alargando una cerveza entre beso y beso. Todas las mesas llenas de risas, llevándose trozos de pizza a la boca.
Y Mickey decidió que estaba todo bien. Que era eso lo que quería en su vida. Cogió la escoba y se puso a barrer descuidado, sin prisa, sin presión. Alguien le llamó desde una mesa. Dejó la escoba apoyada y fue a atenderle con una sonrisa.
Mickey vio que la pareja de la barra también quería algo. Otra cerveza. Tendrían otra hora de besos y confesiones entre dientes. A Mickey le hizo extrañamente feliz.
Y el local de Mickey empezó a brillar. No era algo que pudiera verse, pero sí sentirse. Porque Mickey empezó a ocuparse de su hoy.
Jack Sparrawgo es una pizza que podéis comer en Can Pizza, en El Prat. Pronto abrirán una en Barcelona, cerca de la Sagrada Familia. Habrá que estar atento.
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